El Poema de Robot

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El ingeniero de Robot; se dijo: «Hagamos a Robot a nuestra imagen y nuestra semejanza». Y compuso a Robot, cierta noche de hierro, bajo el signo del hierro y en usinas más tristes que un parto mineral. Sobre sus pies de alambre la Electrónica, ciñendo los laureles robados a una musa, lo amamantó en sus pechos agrios de logaritmos. Pienso en mi alma: «El hombre que construye a Robot necesita primero ser un Robot él mismo, vale decir podarse y desvestirse de todo su misterio primordial». Robot es un imbécil atorado de fichas, hijo de un padre zurdo y una madre sin rosas.

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No es bajo el soplo de la indignación que refiero esta historia sucia como el uranio. Yo no maté a Robot con la sal de la ira, sino con los puñales de la ecuanimidad. No me gusta el furor que se calza de viento sólo para barrer golondrinas y hojas: el furor es amable si responde a un teorema serio como Pitágoras. Yo viví en una charca de batracios prudentes y sonoros en su limo. Cierta vez pasó un águila sobre nuestras cabezas, y todos opinaron: «Ese vuelo no existe». Yo me quedé admirando la excelsitud del águila, y construí motores de volar. Los batracios dijeron: «Es orgullo». Les respondí: «Batracios, la mía es altivez». El orgullo es un flato del Yo separativo, mas la altivez declara su propia elevación.

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Y aquí estoy, agradable de aforismos, tal un árbol que empuja sus yemas reventonas. La casa de Robot está en el polo contrario del enigma, y el que a Robot destruye vuelve a mirar el rostro perdido de. la ciencia. Yo fui un ser como todos los que nacen de vientre: rosa más rosa menos, era igual mi niñez a todas las que gritan o han gritado junto a ríos cordiales. Un día mis tutores, fieles a la Didáctica, me confiaron al arte de Robot. Mis tutores murieron: eran santos idiotas. Yo he regado sus tumbas con yoduro de sodio

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Pensando en el astuto cerebro de la Industria, Robot era un brillante pedagogo sin hiel, un conjunto de piezas anatómicas imitadas en cobre y en tungsteno. Su cabeza especiosa de válvulas y filtros y su pecho habitado por un gran corazón (obra de cien piedades fotoeléctricas) hacían que Robot usase un alma de mil quinientos voltios. En rigor, era nulo su intelecto y ajena su terrible voluntad. Pero Robot, mirado en sus cabales, era un hijo brutal de la memoria, y un archivista loco, respondiendo a botones o teclas numerados por la triste cordura.

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A los que se deleitan con vistosos retratos les diré que sin duda Robot no era un Adonis. Visto de frente y con el ojo alerta, parecía una cruza de marciano y reloj; y visto de perfil, su hermosura era igual a la de un ciclotrón en vendimia de isótopos. No obstante lo que más imponía en Robot era su honradez inexorable? una honradez fundida y niquelada por demiurgos envueltos en iones y sigilo.

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Podría ser que atentos a mi ultima estrofa, se dijesen algunos que aliviano el poema con las fáciles plumas de la comicidad. Advierto yo a esos héroes que naufragan en el bacín lujoso de Aristóteles, que mi poema es trágico y risible como un final de siglo. La risa visceral de la Comedia no ha de ser inferior a los hipos del Drama. Si lo cómico nace de cierta privación, límite o quebradura de algún ser, todo lo que se instala fuera del Gran Principio ya es cómico en alguna medida razonable. La muerte de Robot me ha dictado sentencias que ya diré a su tiempo y en lugar exactos; pues escandalizar a los mayores también es evangélico. Desde que yo, el aeda, perpetré mi laudable quemazón, de teorías y cisnes literarios, no se aburren las Musas, y el poema recobra su abnegada vocación de apresar lo decible y lo indecible.

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A Robot entregaron mi puericia, y en esa hora sollozó un arcángel y se rió un demonio» Yo lo ignoraba entonces, como es justo, pues en la gloria de Robot no hay ángeles ni demonologías en su infierno, sino la exaltación o la tristeza del átomo de hidrógeno. Se daba por sentado que yo era el Gran Vacío y era Robot la Grande Plenitud. De modo tal que abriendo la espita de Robot:, llenaba mi vacío con la ciencia más pura, según la ley alentadora de los vasos comunicantes. Los verdores del alma, sus trascendentes plumas y toda irradiación que no registren los contadores Geiger eran para Robot y sus profetas o un abolido ensueño de calvas teologales o las divagaciones del mono progresista con que soñaba Darwin midiendo calaveras. Y así la Didascalia se dormía feliz en su ostentosa cama de bronce y palosanto.

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Mi primer incidente con Robot (y el que abría en mi alma la gran desavenencia que terminó en un crimen de piadosa factura) sucedió cuando el noble pedagogo me dictaba el Factor de Cohesión de los núcleos estables e inestables. A los que todavía sin grilletes van del apio a la rosa, bellos como almirantes; a los que aún entregan a la emoción del viento una risa pentecostal en la salud del Cristo vivo; a todos esos «raros» que aún perfuman el cosmos digo lo siguiente: La Física Nuclear suelta el olor de los gases livianos de la Tabla Periódica; y ese olor, al obrar en un alma sensible, nos da el precipitado de la Melancolía. No es bueno descender a la materia sin agarrar primero los tobillos del ángel: Einstein, el matemático, se libró del abismo porque midió la noche con el arco de un violín pitagórico.

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Digo que ante la frágil estructura del helio, del neón y del argón, una tristeza mineral oscureció mi entendimiento: cierta nostalgia de claveles o de pichones exaltados. Y sobre las costillas de Robot sollocé largamente. Robot, atento, consultó sus fichas, y en el agua increíble de mis ojos vio un absurdo licuado. Luego, juicioso, evaporó mis lágrimas a ciento veinte grados Fahrenheit.

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Pero las estaciones discurrían en circuios vivientes que Robot mensuraba con el dos pi por radio, Y en cierta primavera, golondrinas del norte me trajeron un signo de su polo. Se me cuajó de yemas el árbol de la sangre, y un himno, todavía en sus embriones, exigió de mi lengua no se que navidad. Oprimí los teclados de Robot: le pregunté la técnica y substancia con que armar obedientes aparatos de música. Inquirí de su numen si erá fácil encordar a los pájaros del éter, o agujerear las cañas y ponerles registros, o hacer con el metal de las usinas percusión y sonido que fuesen más allá de su número atómico. Solícito a la urgencia de mi alma, Robot hizo marchar su fonógrafo interno, y oí la sinfonía que habitaba su tórax: era un largo ulular de corrientes magnéticas a través de cien filtros y cien tubos de Geissler. Y al escucharle, vi que partía el estío y cerraban sus labios todas las azucenas.

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Más tarde, cuando al fin hube reído sobre la ya desecha carcasa de Robot, entendí una verdad cuya justicia me pareció un elogio de todas las balanzas. A medida que pierde o niega el hombre sus instrumentos de la intelección, se recata y mezquina la natura en su franco esplendor inteligible. Si negaras al ángel su posibilidad, te ha de esconder el ángel su pluma voladora. De tal modo, la rosa que miraba David no es la rosa que hoy mira la botánica. Y eso no está en la ciencia de Robot, sino en la epifanía de su muerte.

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La dictadura fácil de Robot ya no lograba en mi los humores del llanto, sino la sequedad indubitable que reina en un satélite desprovisto de atmósfera. Una ganga silícea fue rodeando mi ser en el curso de un Tiempo medido hasta lo inútil. Y en mi conciencia de relojería una felicidad bien aceitada se instaló con el aire seguro de las diosas. Mas, de pronto, no se que flechero imprevisto desgarró mi cubierta. Y, justamente, fue cuando Amarylis entró en el perigeo de mi gravitación.

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Bien sé que al sólo nombre de Amarylis rechinan los filosos dientes de la Mecánica. Su exaltación en Virgo me pareció tan bella como la luz que descubría Newton al recibir un golpe de manzana en el cráneo. Ante mis ojos nuevos, Amarylis era el múltiplo exacto de la rosa, y sus pechos galaxias, donde mundos posibles ardían ya en fusión de protones y nardos. A mi ver, su ecuador o su cintura delimitaba en ella dos limpios hemisferios entregados a un baile de mazorcas. Amarylis habló, y enriquecían las orejas del viento; Amarylis danzaba, y al golpe de su pie saltaron las agujas del sismógrafo.

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Borracho con las uvas de mi amada, le declaré a Robot mis experiencias. Le di a entender que el flanco de Amarylis era la pieza justa que calzaba en mi flanco, según la ingeniería. Le juré por el muslo venerable de Euclides que al integrar con ella los miembros de una ecuación dorada, ponía yo a la tierra en su equilibrio, y toda medición era un canto al Demiurgo. Y Robot escuchaba con el aire prudente de un sordo a la deriva. Luego me dio su fallo inapelable y me justificó por las hormonas.

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No culparé a Robot de su oficio tremendo: si fue pulcro y brutal como una tuerca, debe imputarse al numen que lo parió sin llanto. En verdad, Amarylis era la poesía, y falleció de prosa natural. Yo la enterré y compuse un epitafio que dice lo siguiente: «Aquí yace un ensueño más real que los cuatro electrones del berilio». Después volví a la usina de Robot y a sus mutilaciones estudiadas.

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En adelante se me fue aclarando la diabólica esencia de Robot: oculto tras las hojas de parra de la Industria, era la imitación de un demonio perfecto. La Demonología como ciencia ya no deslumbra el ojo de pardos bachilleres. Al cuervo prestigioso de la Duda sucede ahora el ganso de la Incredulidad. Y a favor de las cegueras que calculó el Abismo, se destapa la olla por abajo y el cielo, arriba, obstruye las acequias. Es útil, por lo tanto, conocer a un demonio, según la ontología que aprendieron los grandes.

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Un demonio, en la Historia Natural, es objeto de ciencia, como el átomo, aunque se opongan en el signo de sus valores absolutos. El átomo, en las líneas ascendentes del ser, construye y magnifica la expansión ontológica; y el demonio, en la línea descendente, ya toca la frontera de su ser con la nada. Pero lo más notable de un demonio es que disfraza y cubre su vacío con la exterioridad de un aparato lleno de trucos y vistosidades. En el fondo, tal era la traza de Robot: era el «no ser» disimulado con mil astucias de ingeniero. Y siendo yo un alumno de Robot el Vacío, me forzaron también a la ciencia y conciencia de una bien redondeada vacuidad.

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No sin temblor del alma nuevamente aprendida, recuerdo yo la hora en que mi ser, por entre los resquicios de su trama exterior, pudo ver las costillas de su propio desierto. En su atomización de las arenas y en su locura de la dispersión, el desierto es la imagen terrible del Abismo, y es el polo contrario de la Gracia que todo lo concentra en la unidad. Ahora bien, el desierto pide y corre al desierto, según ya lo enseñaron las juiciosas Escrituras. Y, por ser yo un desierto, me fui de las usinas y abandoné la casa de Robot. Me lancé a los eriales, con el talón en fuga de un médano aventado.

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Cuarenta días recorrí el desierto, antes de la Visión y de su fruta. El número cuarenta es el que rige la mortificación y el retorno al Principio. Si excedes el cuarenta o no lo alcanzas, empezaras de nuevo tu contabilidad. Y has de seguir el orden «regresivo” que usan los disfrazados astronautas. Porque sabrás que todas las empresas de altura caminan de; lo múltiple a lo uno. Si no temiese yo violentar el poema, te alabaría el cero de la Gran Beatitud; no el cero de Robot, instalado en la nada, sino el que magnifica la plenitud del Todo. ¿Y quien me pone ahora en este juego de santas aritméticas? Yo medía el desierto, y era sólo un desierto que pisaba el desierto.

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Mas, en su hora y su lugar exactos, apareció ante mí no sé yo qué figura semejante al aspecto del hombre (y no lo era). Entre civil y militar, su flanco derecho recogía ya las plumas vibrantes (que así se pliega el ala de un halcón en reposo) y su costado izquierdo revestía las piezas de no sé qué armadura forjada en oricalco. El Hombre (y no lo era) me parecía un genio que demoraba el ojo y el quehacer entre la exaltación y un combate previsto. Si su mano derecha lanzaba los perfumes, en su izquierda nacía ya un olor astringente de futuras matanzas. Y yo lo vi de pie sobre las dunas, y me observaba el Hombre (y no lo era).

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Me preguntó mi nombre: yo lo había olvidado. La ruta que seguía en los eriales inquirió, y mi silencio le contaba el vacío: en la Edad de Robot ya no importan los nombres y una ruta es asfalto que se piensa en quilómetros. Y no le hablé, y el Hombre preguntaba, y entendí que lo hacía pro formula tan sólo. Pues no ignoraba él ni mi nombre olvidado ni mi ruta perdida, como si los leyera de toda la eternidad en algún libro abierto delante de sus ojos. Y preguntaba el Hombre, y no le hablé.

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Tras de lo cual el Hombre me tomó de la mano y me condujo sobre las arenas a una región o sitio no espacial donde un árbol erguía su mástil absoluto. Un árbol sólo yergue su columna, y es una ubicación y no un Espacio. Y puesto yo debajo de la copa frutal, advertí que llovía desde sus espesuras un relente de oro (no es un árbol común), y que: voces tremendas, junto al árbol, cantaban un idioma semejante a la risa y al elogio fundidos, como si allí recién el silencio afirmara su música posible (no es un árbol cualquiera).

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Y yo, la hechura de Robot, al pie de un árbol que llovía y que cantaba, pude observar en mí los efectos que siguen: El relente del árbol empapó mis tejidos, ablandó mis tendones, osaturas y médulas, y renovó el azufre de mi sangre y el fósforo quemado de mis nervios. En simultaneidad, el idioma del árbol suscitó mis retoños del alma y sus potencias: en el muñón de un pie vi formarse otro pie y un ala nueva en el muñón de un ala.

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Por fin, ya restaurado en estructuras, gocé de mi flamante primavera con sus hojas y vinos, ignoro cuantos días: es un acontecer y no es un Tiempo, sí es una ubicación y no un Espacio. Hasta que me ganó la inquietud amorosa de regresar al orbe de Robot y al planisferio de sus mutilados, con el solo designio de llevar a la usina mi lección y experiencia de la Gracia. Y desande mi vía en el desierto, con el talón liviano y el alma sin roturas. Pero ya meditaba la muerte de Robot, según un plan cruel en su justicia. Entonces, de camino, recogí en el erial un puñado de arena.

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Digo que al enfrentarme con Robot yo había calculado los dos riesgos que siguen: uno, el de las preguntas contenciosas que irían al fichero de su caja interior; y otro, el de su dialéctica infernal, tendiente a promover y medir el vacío. Por lo cual, en presencia de Robot, y cuando el pedagogo ya iniciaba el discurso, yo le arrojé a la boca mi puñado de arena. Se oyó en los mecanismos internos de Robot un estallar de alambre y válvulas heridos: trastabilló un instante sobre sus pies tozudos y al fin se desplomó con fragores de lata. Después, con un martillo, lo reduje a fragmentos y sobre su chatarra bailé piadosamente.

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Aquella danza mía no fue un acto de triunfo, sino un gesto ritual. Porque la muerte de Robot no es bella, sino feliz por su alecciónamiento. No digo más ahora que logré mi equilibrio: ya estoy en el deslinde peligroso de la sublimidad con el absurdo. Si doy un paso al frente, me asumirá la luz, y si lo doy atrás volveré a la tiniebla. Por eso guardo la inmovilidad que me reprochan hoy los aventados. La muerte injusta de un insecto perturbaría mi balanza. Y si escribí el Poema de Robot, no fue tras un reclamo de la literatura, sino con la pasión de alertar a los hombres que pueblan el infierno de Robot y en la materia crasa de sus laboratorios han sospechado un lustre de metales alquímicos. Gloria al Señor, paz del Señor. Amén.

Leopoldo Marechal

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